Quién acosa a la Iglesia
José Luis Zubizarreta
(El Correo, 28 de diciembre de 2004)
La Iglesia española se siente acosada y perseguida. Así lo han afirmado significados representantes de la Conferencia Episcopal. La afirmación es lo suficientemente grave, en este país de tan arraigada tradición católica, como para tomarse el trabajo de verificar su veracidad. Para ello, convendrá separar primero el grano de la paja o, sin metáforas, las sospechas y los temores de los datos y los hechos, no sea que la confusión y la paranoia se erijan en obstáculo que impida discernir entre lo que de verdadero y de falso pueda haber en tal aseveración.
Cuando los representantes eclesiásticos hablan de acoso y persecución, su dedo acusador apunta, como es obvio, al Gobierno y a los sectores sociales que lo apoyan. Ahora bien, el Gobierno ha dejado claro que varios de los supuestos en los que la acusación eclesiástica basa su fundamento no están para nada incluidos entre sus intenciones. No vale, por ejemplo, apelar a supuestos propósitos gubernamentales de recortar la actual financiación pública de la Iglesia o de suprimir la clase de religión en la escuela o de despenalizar la eutanasia, para colgarle al actual Ejecutivo el sambenito de acosador. Ésos, como otros que suelen aducirse, son asuntos que el Gobierno ha descartado expresamente de sus proyectos legislativos, al menos por lo que a la presente legislatura se refiere. Resulta, pues, que los únicos supuestos en que la acusación de persecución gubernamental podría basarse con alguna apariencia de razón serían la flexibilización de la ley de divorcio con el fin de agilizar los trámites de su obtención, la modificación de la ley de despenalización del aborto al objeto de convertirla en lo que se conoce como una ley de plazos, la autorización de la manipulación de células embrionarias con fines terapéuticos, la equiparación de los derechos de las uniones homosexuales a los del matrimonio convencional y la consideración de la religión en la escuela como asignatura no evaluable.
Nadie niega que estos propósitos gubernamentales tengan importancia para la Iglesia e, incluso, para las convicciones morales de una buena parte de la sociedad. Pero nadie le niega tampoco a la Iglesia legitimidad alguna para pronunciarse sobre ellos a la luz de sus propias creencias y de los principios éticos que cree compartir con otros muchos ciudadanos. No es, por tanto, en los aspectos de la relevancia moral y de la legitimidad eclesial donde el problema se plantea. Lo que realmente está en cuestión en toda esta controversia, a tenor de las declaraciones de los citados eclesiásticos, es si el propósito gubernamental de regular estos u otros asuntos afines, por cuestionable que sea desde el punto de vista moral, puede y debe ser considerado por la Iglesia un acto de acoso o de persecución, en vez de un ejercicio legítimo de la autonomía que al poder civil corresponde. Porque, analizadas sus palabras, queda meridianamente claro que lo que estos representantes eclesiásticos cuestionan no es tanto la rectitud ética de las iniciativas del Gobierno cuanto la facultad de éste para llevarlas a cabo. Nos encontramos, por tanto, ante un intento de un sector de la Iglesia de retrotraerse -y de retrotraernos a todos- al para él todavía irresuelto debate de la separación entre Iglesia y Estado o, dicho de otro modo, ante la pretensión de la Iglesia de imponer indirectamente a toda la sociedad su particular concepción del 'orden natural de las cosas' a través de la legislación civil. Así de simple.
Pues bien, planteado en estos términos el problema, resultaría absolutamente improcedente que la sociedad española, inaugurado ya el siglo XXI, se viera obligada, por mor de no se sabe qué condescendencia para con la Iglesia, a retomar cuestiones que, en el mundo occidental, quedaron ya definitivamente dirimidas hace, por lo menos, un par de siglos. Más aún si se piensa que una enésima repetición de ese obsoleto debate sobre la respectiva autonomía de la Iglesia y del Estado no iba a tener ya -a estas alturas de la Historia- ningún efecto persuasivo para quienes no se han dejado todavía convencer de sus irrefutables conclusiones. Resulta, pues, mucho más provechoso para todos, en vez de aburrir a la opinión pública con disquisiciones ya sabidas, preguntarle de una vez a ese sector resistente de la Iglesia, con toda franqueza, qué es lo que en realidad le ocurre para que vea acoso y persecución allá donde el común de los mortales de este hemisferio occidental no ve más que legítimo ejercicio de las facultades que le corresponden al Estado. No es, en efecto, ni justo ni saludable que tenga que ser la sociedad civil la que se vea obligada a seguir dándole vueltas a un asunto que sólo continúa siendo problemático para un sector de la Iglesia que desde hace ya demasiado tiempo viene negándose a acompasar su paso al del resto de la sociedad civilizada.
Es, pues, la Iglesia, y no la sociedad civil española, la que arrastra en este punto un problema no resuelto, y sería bueno que, en vez de dedicarse a proyectar su frustración sobre los demás y a hacer victimismo a su costa, se esforzara por resolverlo de una vez por todas en su propio seno. El problema básico de la Iglesia es su creciente y alarmante pérdida de relevancia en las sociedades occidentales. La Iglesia católica nunca ha logrado adaptarse del todo al cambio de mentalidad que supuso el paso a la 'modernidad'. Estamos hablando, por tanto, de un problema que se retrotrae al Renacimiento y la Reforma, y se acentúa en la Ilustración y en las grandes disputas ideológicas del siglo XIX. Es un problema que tiene que ver, en el fondo, con la libertad, el pluralismo y la democracia, con los que nunca ha alcanzado la Iglesia católica un entendimiento pacífico. Los intentos de adaptación han variado de país a país, pero, por lo que se refiere a la Iglesia española o, por mejor decir, a su jerarquía episcopal, en vez de elaborarse a partir de una reflexión interna sobre el papel que le tocaría desempeñar en una sociedad cada vez más secularizada, han girado siempre en torno a cómo ejercer la dominación o la hostilidad respecto del poder civil. La Iglesia española sólo se ha visto a sí misma capaz de hacer valer su influencia, o bien valiéndose del 'brazo secular' para imponerse a toda la sociedad, más allá incluso de sus propios fieles, o bien militando contra aquél para mantener en ésta guetos irreductibles de resistencia y reacción. Se ha convertido así en una organización que, a pesar de la arrogancia que muestra a la hora defender sus convicciones, carece por completo de confianza en sí misma y en el poder de convicción de la palabra evangélica que proclama. No sabe qué decir a una sociedad secularizada, si no es por la intermediación de un poder civil que la avale.
Obsesionada, pues, con el poder secular y con el logro de la sumisión de éste a sus particulares creencias y doctrinas, la jerarquía eclesiástica española ha renunciado a entablar un diálogo abierto y sincero, no ya con la sociedad civil en general, sino siquiera con aquellos sectores de su propia militancia que se encuentran más implicados en los problemas y las preocupaciones de aquélla. Se dirige a los poderes del Estado desde unos presupuestos y con una exigencias que no son compartidos por una gran mayoría de sus propios fieles, los cuales se sienten, en consecuencia, cada día más alienados de la estructura eclesiástica y se esfuerzan por vivir su pertenencia eclesial al margen de las directrices oficiales. Se crea así dentro de la propia Iglesia una fractura que no puede ser ya reparada con reprimendas y condenas, sino que necesita de un diálogo intraeclesial en profundidad para recomponerse.
En estas circunstancias, la jerarquía eclesiástica española, por muy acosada y perseguida que diga sentirse, se ve a sí misma incapaz de defenderse, llevando a efecto, por ejemplo, las amenazas de movilización social con que de vez en cuando amaga. Se sabe a sí misma un poder de paja. Teme, más que a las repercusiones negativas que el cumplimiento de tales amenazas podría ocasionar, a la indiferencia de sus propios fieles, que, imbricados en la sociedad civil y en sus más diversas organizaciones, no acaban de ver las razones objetivas de tan alarmante análisis y de tan inquietantes medidas. La única movilización que, en estas circunstancias, la jerarquía eclesiástica podría convocar con cierto nivel de éxito sería la de aquellos sectores sociales que, por razones del todo ajenas a convicciones religiosas coincidentes, se sumaran a la teoría del acoso y de la persecución con el único objetivo de incordiar al Gobierno. Pero de errores tan garrafales como éste debería la Iglesia católica española estar escarmentada por experiencia propia. Sería, por tanto, mucho más provechoso, tanto para la Iglesia como para toda la sociedad, que la jerarquía católica convocara a los que todavía le son fieles, no para movilizarlos contra nadie, sino para iniciar con ellos un proceso de sincera reflexión sobre su papel en una sociedad secularizada.
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