La odisea de Helena Maleno
Caravana de muerte: «Háblame para que siga andando»
LUIS DE VEGA ENVIADO ESPECIAL DAJLA/EL AAIÚN (SAHARA OCCIDENTAL)
El valor y la obstinación de una mujer, Helena Maleno, armada con un móvil y a bordo de una furgoneta, fueron para el mundo el único altavoz del horror que se consumaba delante de sus ojos: inmigrantes ilegales eran trasladados en autobuses al desierto y abandonados a su suerte por orden de Marruecos. Esta es su historia
La historia es la de un ángel de la guarda, la de una dama delgada pero fuerte. Muy fuerte. Una tía con un par. La historia de un compromiso que comienza de forma accidental cuando Helena Maleno, «La Jefa», llega el 22 de septiembre de 2002 a Tánger (Marruecos) procedente de su pueblo, El Ejido (Almería). «De El Ejido pura, ¡eh!», recalca incisiva. Llegó para tres meses con una maleta, una cámara de vídeo y su pequeño de la mano. Quería ver, después de todo lo acontecido en la tierra de los invernaderos, «cómo la frontera de la nueva Europa se está desplazando cada vez más al sur». Lo de grabar el vídeo fue a más. La cosa se lio. Y ella se dejó liar. Y, con el paso de los meses, Tánger y lo que pasa a sus alrededores se convirtió en una tela de araña de la que no puede salir. Ni para volver a El Ejido. Por muy pura que sea.
Para aquellos que nos acercamos por nuestro trabajo a la emigración clandestina de subsaharianos, «La Jefa» es una referencia. Mucho más que el contacto de SOS Racismo en Marruecos. Entrar en el bosque de Beliones, junto a la valla de Ceuta, y no conocerla era motivo de sospecha para los que habitaban su campamento. Era -es y seguirá siendo- sobre la que los inmigrantes depositaban más confianza. Y eso que por allí, además de las redadas de las Fuerzas de Seguridad, pasaban periodistas, organizaciones de derechos humanos, turistas despistados y mafiosos ávidos de negociar viajes al otro lado de la frontera. Nadie era mejor vista que ella. Todos los emigrantes la conocían. Y a todos -o casi- los conocía. Sus desventuras. Sus ilusiones. Sus verdaderos nombres y países...
Por eso Maleno ha sido la pieza clave que ha puesto en marcha el engranaje para que el abandono por parte de las autoridades de Marruecos de centenares de subsaharianos en el desierto no termine en una tragedia de dimensiones inasumibles. Fue ella quien dio por primera vez la voz de alarma cuando todos mirábamos sin descanso las vallas de Ceuta y Melilla a la espera de una nueva avalancha.
Detenciones en cadena
Fue el sábado 1 de octubre. «Me llaman desde Rabat. Está habiendo detenidos. Veinticuatro son demandantes de asilo. Siguen detenciones en Casablanca. En las calles, en los cafés, en las casas... Se llevan incluso gente con visados de estudiante, con sellos de entrada en sus pasaportes todavía vigentes... Algo estaba pasando», explica. En sus manos, una libreta en la que apunta todo. El móvil y ese cuaderno son una prolongación de sus manos huesudas.
Unas horas antes de todas estas redadas, medio centenar de subsaharianos se habían entregado a las autoridades en el campamento de Beliones. Fue en la mañana del viernes 30 de septiembre. Arrojan la toalla después de la avalancha en la que han conseguido entrar más de doscientos en Ceuta pero también ha costado la vida a cinco de ellos. Este corresponsal, testigo de la rendición en grupo, confirmó por boca del jefe de la Gendarmería de Tánger, que dirigió la operación, que todos ellos serían expulsados del Reino alauí por la frontera de Argelia a la altura de la ciudad de Uxda, a unos 150 kilómetros de Melilla. Todos, los de Rabat, Casablanca, Beliones... pensaban que irían, como siempre, hacia Uxda.
«La Jefa», que de todo se acaba enterando, lleva su balance particular de la avalancha de Ceuta y echa cuentas. «Teníamos perdidos a 132, entre los que había 18 heridos, que habían sido expulsados tras entrar en Ceuta y que fueron trasladados al cuartel de la Gendarmería de Tetuán». Se habían evaporado, porque ya no estaban allí y, supuestamente, deberían tomar el mismo camino, Uxda.
Efectivamente, hasta esa ciudad empiezan a viajar los distintos grupos de detenidos a lo largo y ancho de Marruecos. A través de sus teléfonos móviles mantienen permanentemente informada a su ángel de la guarda, que ve con sorpresa cómo los autobuses pasan de largo y toman la carretera que va hacia el sur, paralela a la frontera argelina. Los subsaharianos intentan aportar datos sobre adónde se dirigen. Errachidía, Budenib, El Auina Suatar..., el desierto puro y duro, mordiendo ya la raya casi sin marcar con el vecino argelino.
«Todos empiezan a llamarme», explica cogiendo su teléfono. Van en muchos grupos. Cree que primero llegaron a la zona del desierto los que devolvieron a través de la valla de Ceuta. Después, los de Rabat y Casablanca. Los que se rindieron en Beliones... En sus notas está todo. Sabe de dónde vino cada llamada. En su mente iba organizando los convoyes de autobuses. Quién iba en cada uno. De dónde procedían... Y nadie hacía caso a Maleno, cuando la tragedia se estaba mascando en pleno pedregal de la «hamada». De espaldas a las vallas, que seguían acaparando la atención de todos. «Toda la información que iba recopilando la pasábamos inmediatamente a todos mis contactos de internet y a la web de Indimedia-Estrecho».
Gracias a los móviles
Se desgañitaba por el móvil. Insistía una y otra vez. «Tenéis que contarlo. Llamad a vuestros jefes a Madrid. Escribid sobre lo que está pasando. Ayudadnos a que reaccione la ONU, la comunidad internacional. Contadlo, que está muriendo gente abandonada por los marroquíes en el desierto». En Tánger, una mujer escocesa es la primera que aporta 150 euros que se destinan a frenar la caída en picado del saldo del teléfono de «La Jefa». También se cargan los de quienes llaman desde el desierto. Después vendrían más pequeñas, fundamentales para seguir con el empeño de buscar a los subsaharianos para salvarles la vida.
En su cuaderno iba anotando testimonios escalofriantes. Este es el de Hamidu, ya repatriado en avión a Senegal. «Las luces son Argelia. Hemos andado toda la noche hacia las luces. Había heridos. Nos hemos perdido en el desierto. Todos aquellos que no llegan al campamento argelino se mueren. Nos han dado de comer, de beber, y no nos han maltratado. Nos han indicado el camino de vuelta a Marruecos. He visto siete muertos. Dos eran mujeres anglófonas. A los que logran salir del desierto, los marroquíes los vuelven a mandar al desierto». Hamidu siguió llamando a su protectora. «Buscad a la gente con helicópteros. Pedid a la ONU que los recojan, aunque sea del lado argelino».
El silencio oficial, aun conociendo a «La Jefa», impedía salir a toda página con lo que sabíamos que era verdad pero no podíamos comprobar con nuestros propios ojos. Desde Rabat no sólo lo desmentirían, sino que, como suelen hacer, dilapidarían el trabajo de los periodistas. El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) en Rabat y Ginebra callaba en una espera preocupante. Ahora, escribiendo este reportaje, uno no puede evitar cierto sentimiento de culpa por no haber logrado que la tragedia se contase antes.
Todo estaba consumado cuando un equipo de Médicos Sin Fronteras llegó a El Auina Suatar el viernes 7 de octubre. Aunque el espectáculo era sobrecogedor, podría haber sido mucho peor si los subsaharianos no hubieran tenido la oportunidad de dar la voz de alarma días antes. Todavía este viernes, mediante la agencia oficial Map, Marruecos se mofaba de esas baterías de móviles que pasan de mano en mano por el desierto y, según ellos, nunca se acaban. Esas baterías son las que impidieron que la decisión de dejarlos tirados en medio de la nada acabara convirtiendo a los inmigrantes en carroña.
Otro senegalés. «Ayer enterramos a un muerto. A uno con las piernas rotas lo llevamos a las espaldas. Si nos van a matar, mejor que nos lleven a nuestros países». «La Jefa» recibía llamadas las veinticuatro horas del día. «Háblame. Cuéntame cosas para que pueda seguir andando. Cosas del bosque, de cuando estábamos juntos».
Camino del infierno
Finalmente, el sábado 8 de octubre consiguen lo necesario para salir de Tánger con una Renault Kangoo de alquiler «La Jefa», el jesuita Pep Buades, el olivarero y voluntario de la asociación Elín Francisco Carrasco y la observadora de Women Links Worldwide Sandra Escauriaza. No se conocen entre sí ni se habían embarcado nunca en una aventura como esta. Sobre la furgoneta, 500 raciones de comida preparadas por las Hermanas de Calcuta con la ayuda de vecinos de Tánger. Una pieza de pan, una lata de sardinas, un zumo y una botella de agua. Es una expedición humilde, sin apenas recursos y que va por detrás de la de Médicos Sin Fronteras. Pero llevan un tesoro: los contactos y la información que, sin parar, le llega a «La Jefa». Así comienzan a tragar kilómetros sin descanso, mientras siguen llegando noticias de los inmigrantes, que, rescatados entonces, estaban siendo trasladados hacia la localidad de Buarfa.
Pero de camino, sobre las cuatro de la mañana del domingo, se encuentran con un primer convoy de autobuses a la altura de Errachidía. Va en dirección suroeste, hacia Uarzazat. Así uno y otro. Es entonces cuando deciden seguir a uno de ellos, sospechando que las autoridades han puesto en marcha una nueva operación de desplazamiento de los subsaharianos. Parecía que el macabro hallazgo de cientos de ellos en los alrededores de El Auina Suatar y las imágenes difundidas en el mundo de todos ellos deambulando como muertos en vida por el desierto no habían servido de escarmiento para los ideólogos de semejante barbaridad.
Los cuatro de la Kangoo deciden que la prioridad entonces no es peinar el desierto buscando supervivientes o cadáveres, sino averiguar hacia adónde se dirigen los autocares y evitar más abandonos en masa. «Aguantad como podáis. Estamos siguiendo a los otros para que no les vuelvan a hacer lo mismo», repetían una y otra vez a los que suplicaban auxilio.
Los peores presagios se confirman cuando en la mañana del domingo les empiezan a llegar llamadas desde un nuevo convoy que se ha puesto en macha desde Tánger. Estos no pertenecen a los abandonados hace días en el desierto, pero en los dos autobuses viajan mujeres, algunas embarazadas, y niños de corta edad. También todos ellos se dirigen hacia el sur. Con el paso de las horas, las intenciones de Marruecos comienzan a aclararse. El destino ahora es el Sahara Occidental, ocupado por Marruecos desde hace treinta años. La expedición de «La Jefa» se arriesga. Los controles se suceden y a duras penas pueden seguir a los autobuses y su escolta policial, que «no parecían estar muy atentos, pues les adelantábamos y les dejábamos atrás sin que se dieran por enterados», relata Buades.
Hicieron de todo con tal de superar los puestos de los agentes, que se iban incrementando según se acercaba la zona en conflicto entre Marruecos y el Frente Polisario. «Una vez me hice pasar por enferma, otra acabamos pasando porque en las bolsas de la comida pensaron que llevábamos velas para hacer kite surf..., de todo».
Veían que las autoridades no sabían bien qué hacer. Las caravanas tan pronto iban en un sentido como en otro. «Fue impresionante cuando a la entrada de Dajla, parados en un control, pudimos verlos de cerca por primera vez. Estábamos tan cerca que nos llamaban por las ventanillas. Sandra lloraba. Y el Gobierno marroquí desmentía lo que veíamos con nuestros propios ojos», relata Buades.
Durante todo el camino se turnaban al volante, mientras los otros respondían a las llamadas de los subsaharianos o los primeros medios de comunicación que se ponían en contacto con ellos, que eran los únicos que en ese momento tenían información directa de esta nueva gestión desastrosa del problema de la emigración clandestina. «Desde que salimos de Tánger fueron 48 horas en el coche sin parar», explican. Echan cuentas y el cuentakilómetros da miedo. Cuando el miércoles por la noche hacen balance para ABC en una habitación de hotel en Dajla, cerca de la frontera con Mauritania, llevan entre pecho y espalda más de 6.000 kilómetros. En cuatro días.
La furgoneta de la salvación
Las bolsas que prepararon las monjas nunca pudieron llegar a su destino porque nunca tuvieron acceso directo a los inmigrantes, celosamente custodiados por las Fuerzas de Seguridad en cuarteles de distintas ciudades. Pero esos miles de kilómetros y la valiosa información que salía de la furgoneta hacia el mundo entero sirvieron para saber cuáles eran las cartas de las autoridades marroquíes.
Helena Maleno y los suyos -ya sin Sandra- siguen su camino desde Dajla en dirección a Esmara, a unos 800 kilómetros al norte, en la noche del pasado miércoles. El cansancio no puede con sus intenciones de saber qué ocurre con un grupo de subsaharianos que podrían haber sido abandonados más allá de esa ciudad saharaui en dirección a Argelia. La furgoneta nunca llegó a Esmara porque 70 kilómetros antes de El Aaiún un accidente puso fin al viaje. Helena y Francisco salen peor parados y, tras ser atendidos en El Aaiún, toman un vuelo hacia Las Palmas, aunque sin heridas graves. El jesuita, ileso, les acompaña. Y mientras se imprimen estas páginas, la dama delgada pero fuerte, el ángel de la guarda de los «ilegales», piensa ya en regresar a Tánger. Con un par.
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